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Los niños, el humor negro y el discurso

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  • N° 3

Pablo Peusner pablopeusner@gmail.com Lic. en psicología por la Universidad de Buenos Aires. Docente de la Maestría en Psicoanálisis con niños (Universidad Nacional de Rosario, Argentina, desde 2015). Docente invitado de la Universidad de Paraná (Entre Ríos, Argentina), Universidad Nacional de Mar del Plata (Buenos Aires, Argentina), Universidad Nacional de Córdoba (Córdoba, Argentina), Universidad Nacional de Salta (Salta, Argentina). Docente invitado de las siguientes universidades extranjeras: Universidad Iberoamericana (México), Universidad de Sao Paulo (Brasil), Pontificia Universidad de Sao Paulo (Brasil), FIO-Universidades Integradas de Ourinhos (Ourinhos, Brasil), Universidad Nacional de Colombia (Bogotá-Colombia), Universidad de Antioquía (Medellín-Colombia). Autor de numerosos libros y artículos publicados en Argentina, Brasil y México.

Posición estructural de la muerte en el aparato psíquico freudiano

A lo largo de su extensa obra, Freud ha instalado sistemáticamente el origen de la neurosis en un conflicto. Desde los modelos iniciales en los que se trataba de una pugna entre el yo y una representación inconciliable, pasando por la hipótesis de las neuropsicosis de defensa, hasta las construcciones acerca del papel educativo de la sociedad y los textos sobre la escisión del yo y el fetichismo, mantuvo su visión sostenida en la oposición dinámica de fuerzas con el consecuente efecto de domeñamiento pulsional, entendido como condición de contracción de la neurosis.

Con ocasión de reflexionar en un contexto histórico marcado por la guerra, Freud abrió la pregunta acerca del comportamiento del inconsciente frente al problema de la muerte[1], inaugurando un matiz nuevo del conflicto que causa las neurosis al situar la posición escindida del inconsciente ante el hueco que produce la muerte.

Para responder a esta pregunta y mediante un recurso habitual en sus textos, nos invitó a considerar la homología existente entre la estructura del inconsciente y del pensamiento del hombre primitivo. Introdujo así cierta actitud que no duda en considerar contradictoria: por un lado, el primitivo aceptaba la muerte como la supresión de la vida; mientras que por otro, le denegó creencia reduciéndola a nada. Freud reconduce esta particular posición al hecho de que frente a la muerte del otro, del extraño y hasta del enemigo, el hombre primitivo adoptaba una actitud radicalmente diferente que ante la suya propia.

 

 

Sin embargo, Freud reconoce una situación en la que ambas posturas coinciden ante la misma muerte: se trata del caso en que el hombre primitivo veía morir a uno de sus deudos, su mujer, su hijo, su amigo… vale decir, aquellos casos en los que un lazo afectivo unía al sujeto con el muerto. Describe de esta forma la situación afectiva del sujeto:

…debía hacer en su dolor la experiencia de que también uno mismo puede fenecer, y todo su ser se sublevaba contra la admisión de ello; es que cada uno de esos seres queridos era un fragmento de su propio yo[2].

Esta frase introduce uno de los valores del conflicto psíquico que intentamos rastrear. Si el carácter del yo consiste en la sedimentación de identificaciones que reemplazan elecciones de objeto resignadas, se comprende por qué cada uno de estos seres que mueren compone un fragmento del yo propio. Aquí se presenta el carácter doloroso de dicha muerte. Puesto que se trata de un conflicto, la misma muerte debe proveer de una satisfacción. Freud agrega…

Por otra parte a esa muerte la consideran merecida, pues cada una de las personas amadas llevaba adherido también un fragmento de ajenidad[3].

Esta ajenidad debe comprenderse como un carácter Otro del fallecido, que toma el relevo del muerto odiado en el modelo del hombre primitivo freudiano. De esta forma introduce el “deseo de muerte” como un componente inconsciente, presente en aquellos casos en los que el sentimiento de ambivalencia gobierna la situación afectiva del sujeto.

Una vez introducido el deseo de muerte como un componente inconsciente, Freud asegura que el mismo no aparece abiertamente en el marco del Malestar en la Cultura. En los miembros de la Cultura nóón  dfpondsflkjlón dfóondflkjffsupone que el mismo se presenta ligado y atemperado por lo que va a llamar actitud cultural convencional ante la muerte, respecto de la cual hace las siguientes consideraciones:

Por lo general, destacamos  el  ocasionamiento contingente de la muerte (…) y así dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia

Sepultamos con él <el muerto> nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces; no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos[4].

 

El niño y el humor negro: posiciones de excepción

En el mismo texto Freud afirma que “sólo los niños transgreden esta restricción”[5]. Y esto seguramente quiere decir algo. Sabemos que los niños son crueles y, en ocasiones, nos enfrentan con las peores cosas.

Cuando uno interroga la muerte del otro, cuando se trata de pensar la muerte del otro, se dispone de todo un sistema de saber para responder a ese problema. Hay saber disponible en la filosofía, en la antropología, en las religiones… Basta con estar presente en una sala velatoria y escuchar esos textos. El tema es que en la muerte propia solo responde el significante de la falta en el Otro: cuando la pregunta es por la muerte propia se produce la ausencia de respuesta, el agujero en la estructura.

¿Desde qué posición los adultos pueden encarnar la excepción de lo que Freud llamó la “actitud cultural convencional hacia la muerte?” Cuando alguien puede apelar al humor negro.

Allí donde los niños se presentan con su cinismo y con su crueldad espontánea, el adulto requiere del humor negro para poder instalarse. Las cosas que los chicos podrían decir en los velatorios (y muchas veces justamente por eso no los llevan) son las que los grandes decimos en chiste cuando allí estamos –con la aclaración de que es necesario abrirse al humor negro para poder hacerlo, a diferencia de los niños que lo hacen espontáneamente–.

Cuando los niños transgreden esta actitud cultural convencional hacia la muerte producen la división del Otro introduciendo la temática que lo vacía respecto del saber, es decir la temática de la muerte –se instala así una nueva versión del matiz objetivo del sufrimiento de los niños: el niño encarna al objeto que produce el sufrimiento en el Otro, a partir de una extracción de saber sobre el significante “muerte y sexualidad”.

Posición espontánea del niño             ———–>                       División del Otro

(Agente)                                                                    (Otro)

 

Nuestro esquema ubica la transgresión supuesta a la posición del niño en el lugar del agente del sufrimiento planteada respecto de una norma ubicada en el lugar del Otro. Posición de estructura que define al malestar en la cultura (Freud lo llamó “actitud cultural convencional ante la muerte”).

El efecto producido –la división del Otro– es isomorfo al que un adulto realiza mediante el recurso al “humor negro”.

Resumiendo: la transgresión a la actitud cultural convencional ante la muerte que el niño encarna espontáneamente ilustra otro valor del matiz objetivo señalado en el sufrimiento de los niños. Dicha posición puede ser alcanzada por un adulto mediante el humor negro.

En su texto de 1927 sobre el humor[6] Freud plantea que “el humor <negro> se aproxima a procesos regresivos…”[7]. De esta forma, logra incluirlo dentro de aquellos procesos que funcionan intentando evitar el sufrimiento.

El humor <negro> ocupa un lugar dentro de una gran serie de aquellos métodos que la vida anímica de los seres humanos ha desplegado a fin de sustraerse de la compulsión al padecimiento[8].

¿Cuál es el rasgo esencial para el humor negro? Freud lo define de esta manera:

El yo rehúsa sentir las afrentas que le ocasiona la realidad; rehúsa dejarse constreñir al sufrimiento, se empecina en que los traumas del mundo exterior no pueden tocarlo, y aún muestra que sólo son para él ocasiones de ganancias de placer. Este último rasgo es esencialísimo para el humor <negro>[9].

La actitud del humor negro, requiere de un Yo que pueda transformar una situación adversa en fuente de ganancia de placer. ¿Cómo podría hacer esto un adulto sin convertirse en víctima del Superyó? Porque esta es la diferencia con la posición del niño y, por lo tanto, es necesario que el Superyó se lo permita. El Yo necesita la complacencia del Superyó para poder acceder al humor: “El humor <negro> sería la contribución a lo cómico por la mediación del Superyó”[10].

Es el Superyó el mediador de la operación que permite al Yo acceder al humor negro. Falta ubicar por qué motivo una instancia tan severa como el Superyó consentiría tal devenir.

Tenemos noticia del Superyó como de un amo severo. Se dirá que armoniza mal con este carácter el hecho de que consienta en posibilitar al Yo una pequeña ganancia de placer (…) el Superyó cuando produce la actitud humorística, no hace sino rechazar la realidad y servir a una ilusión [11].

Esto es muy raro, dice Freud, porque el Superyó no cumple tal función. Estamos en el año 1927, Freud se está poniendo crítico con las cuestiones de la escisión del Yo, pero sobre el Superyó no cambió su línea de pensamiento. Por lo tanto, ¿cómo entender que el Superyó le permita al Yo una ganancia de placer?

Si es de hecho el Superyó quien en el humor <negro> habla de manera tan cariñosa y consoladora al yo amedrentado (…) si, mediante el humor <negro> el Superyó quiere consolar al Yo y ponerlo a salvo del sufrimiento, no contradice con ello su descendencia de la instancia parental[12].

En esta línea, el Superyó retoma su valor de heredero del Complejo de Edipo, en tanto es la instancia que releva el amor del padre –el anagrama entre “parental” y “paternal” es demasiado evidente como para dedicarle más espacio–.

Ahora bien,  si consideramos al Superyó como el heredero del Complejo de Edipo, se comprende que el niño produzca tal actitud sin ninguna necesidad de autorización superyoica, fundamentalmente porque éste aún no se ha establecido.

Revisando la “actitud cultural convencional” hacia la muerte, hemos descubierto un punto en que el Superyó cede algo de la ganancia de placer que supone la renuncia pulsional, consintiendo una satisfacción por parte del Yo. Y en este sentido, si la inscripción en la cultura remite a la renuncia pulsional y en el ejercicio del humor negro se produce satisfacción pulsional, se comprende que dicha actitud circule en el sentido contrario de la actitud cultural convencional propia del malestar en relación con la muerte.

 

III. Aspectos discursivos.

Si acaso intentáramos articular estas posiciones con los dispositivos discursivos que Lacan fundó podríamos tomar el relevo de nuestro primer gráfico, situando el efecto de la división en el lugar del Otro  (arriba y a la derecha) y al niño como el objeto que encarna la tarea de producir dicha división en el lugar del agente (arriba y a la izquierda).

 

Que el niño encarne como objeto el lugar de la izquierda produce un déficit, un vaciamiento del texto de los preceptos propios del malestar en la cultura. Esta posición del niño le roba al malestar en la cultura la consistencia de su saber. Y por lo tanto ese saber ya no quedará del lado cultural, sino que por una operación de extracción, tomará máxima distancia con los preceptos propios de la actitud cultural convencional ante la muerte.

Arriba y a la izquierda quedará aquel que realiza la extracción de saber al Otro de la cultura, apropiándose de ese saber, pero sin disponerlo. Cuando un niño delante del ataúd dice: “¡Uy! ¡Mirá que pálido está el abuelito!” le produce una extracción de saber al Otro, pero sin disponer de dicho saber, puesto que no puede hacer nada con eso. Se trata de un saber que no está en disponibilidad, pero que se inscribirá en un lugar tal que quedará en una relación de máxima tensión con el lugar del Otro cultural –lo que nos autoriza a escribir ese saber en el lugar de abajo y a la izquierda–.

Retomo aquí una frase de Winnicott, en la que afirma que “el niño sabe que hay que pagar un precio por estar vivo”[13]. Esta frase afirma que el niño “sabe”, reforzando la idea que nos permite escribir al saber, en términos de S2 del lado del niño en el lugar de la verdad. El niño sabe pero no puede utilizar ese saber, encarna cierto semblante de  un saber que produce la máxima inconsistencia  posible en el lugar del Otro.

Sostengamos también que en el lugar donde el Otro cultural debería hacer aparecer una respuesta, la respuesta no aparece. Caída la posición cultural convencional ante la muerte –por la posición del niño o el humor negro adulto– el malestar en la cultura carece del significante para responder –significante que no sería otro que “muerte y sexualidad”–.

Se aportan suplencias o, en todo caso, lo que se produce abajo y a la derecha es un significante insensato que escribiremos S1, un significante que carece de sentido y que, por lo tanto, no puede explicar nada. A la observación aguda del niño responderá una sanción, una penitencia o un cachetazo… Y entre los adultos este significante tomará el valor del “sigamos adelante”, “la vida continúa” y tantos otros que funcionan como escasa compensación ante la pérdida sufrida.

 

[1] En el texto “De guerra y muerte. Temas de actualidad” (1915), en Freud, Sigmund. Obras Completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, varias ediciones, Volumen XIV.

[2]Ibíd. p.294

[3]Ibídem.

[4] Ibídem p.291.

[5] Ibíd. p. 290.

[6] Cabe aclarar que el matiz que el significante “humor” adquiere en el texto de Freud, requiere en español ser calificado de “negro” para obtener similar significado.

[7] Freud, Sigmund. “El humor” (1927), en Obras Completas, Óp. Cit, Volúmen.XXI,  p. 159.

[8] Ibídem.

[9] Ibíd. p. 158.

[10] Ibíd. p.161.

[11] Ibídem.

[12] Ibíd. p.162.

[13] Winnicott, Donald W. “Efectos de la pérdida en los niños”, en Acerca de los niños, Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 82.