Cuando me convocaron a escribir pensé mucho sobre qué quería transmitir acerca del trabajo que se realiza dentro de los Programas territoriales, área en la que me encuentro inmersa hace seis años, siendo un abordaje que me genera diversos interrogantes en el día a día, obteniendo pocas respuestas certeras, lo que hace posible el poder cuestionar nuestra práctica cada vez, cuestionamiento necesario e indispensable para repensar nuestra función.
El Programa Autonomía Joven tiene con objetivo el acompañamiento de adolescentes entre 16 y 21 años, jóvenes atravesados por diversas problemáticas que ponen en jaque el pleno ejercicio de sus derechos, algunos de ellos inmersos en el Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil.
La autonomía, como uno de los objetivos de nuestro trabajo, no es algo que se ejerza sin otro, es en el lazo con otro. Por eso, se hace necesario recorrer un trayecto para llegar a registrar que la verdadera autonomía es una autonomía acompañada. Hay que poder distinguir, en el proceso, entre “hacer solo” y “hacer por sí mismo”, en la medida que el “sí mismo” proviene del lazo, de ese modo se comienza a mimetizar la maniobra para que el otro finalmente pueda por sí lo que no podía solo.
Espejo y reflejo se transforman en nuestra práctica cotidiana, prestar el cuerpo cuando no hay cuerpo, sostenernos cuando no hay sostén posible. La mirada se vuelve acompañante. Desestimando lo persecutorio, dona herramientas, aporta semblante: un anclaje en lo posible, funcionando así como andamiaje.
En la velocidad y urgencia de la demanda, se hace necesario ralentizar para colocar lo conducente al propio deseo. Desde nuestra función se dona, se traspasa y se devela, colocamos herramientas para ser utilizadas, una caja, algo que no sabemos que está ahí. Será entonces un lugar posible, no estigmatizado, no en la carencia, sí en la potencia.
Se les dice continuamente lo que no hacen o lo que hacen “mal”, están habituados a que se les hable desde la falta, por eso se hace necesario que nuestra mirada sea desde lo positivo, lo que pueden hacer y lograr, de los proyectos por construir. La función del referente es “hacerse” sostén, ser el puntal de un paso, construir la confianza mediante la firmeza con que se sustenta ese hacer.
Poder accionar para brindar aquella posibilidad que el mundo externo no pudo dar: el aislamiento social y familiar se sufre y se padece en la vida cotidiana. Para construir los jóvenes tienen que poner de sí, esto es brindar una visión de lo que hace bien, algo que está por fuera del sentido común. Esto despierta el dejarse acompañar, nos habilita a “hacer con” ellos. Cuando se logra ese vínculo, se comienza a construir el puente, algunos serán más sólidos, algunos serán más débiles, aun así, la función de uno y otro será la misma: ensamblar.
Es por eso que el lazo entra como herramienta. El lazo nos permite movimientos. El lazo une, sostiene y soporta lo que, a solas, no se podía.
En este punto, me gustaría plasmar un fragmento de Silvia Bleichmar, Nuestra tarea no puede ser solamente mesiánica, de salvataje de los chicos, sino también de reclamos permanentes, pero no solamente por nuestros derechos, sino por los derechos que implica trabajar. Y trabajar significa hacer una labor fecunda. Significa que nuestro trabajo no sea simplemente una rutina. Significa que no vamos simplemente a cumplir un horario, sino que creemos en la posibilidad de mejorar lo que hay o de producir algo nuevo. (…) La construcción de subjetividades no se puede hacer sino sobre la base de proyectos futuros. Y los proyectos futuros no se establecen sobre la realidad existente, sino sobre la realidad que hay que crear.
Por ello, tenemos como fin el que los jóvenes puedan pensar(se), logren construir proyectos de vida que les sean propios, reencausando su deseo, que su voz empiece a tomar “autonomía”: desear decir y poder decir cada vez.